El pasado 26 de enero se celebró el Día Mundial de la Educación Ambiental, establecido por la Organización de las Naciones Unidas en 1975 siguiendo las directrices establecidas tres años antes en la Carta de Belgrado, firmada por más de setenta países. En este documento se fijaron las metas, objetivos, líneas de acción y beneficiarios de lo que debería ser la educación ambiental en el mundo.
Y es que no se trata solamente del mundo que vamos a dejarle a las futuras generaciones, la cuestión es también la preparación que nuestros sucesores tendrán para hacerse cargo del cuidado de ese mundo que recibirán; de ahí la vital importancia de la educación ambiental.
Para que la educación ambiental rinda los frutos deseados, debe ir mucho más allá de la mera inclusión de contenidos programáticos en un pensum escolar; se trata de sensibilización, del fomento de actitudes más responsables, del desarrollo de habilidades conservacionistas, de la formación de hábitos, de concientización de los individuos acerca de las acciones que impactan al ambiente, tanto positiva como negativamente.
Esto implica el diseño y aplicación de nuevas políticas públicas que sirvan de soporte a iniciativas mundiales de vital importancia, como el Acuerdo del Clima de París, o los Objetivos para el Desarrollo Sostenible.
Felizmente, ya parte del camino está recorrido; las nuevas generaciones tienen una conciencia ambiental mucho más desarrollada que la de sus predecesores, pues han visto con sus propios ojos las consecuencias iniciales del deterioro ambiental; sin embargo, esta conciencia ambiental debe ser sustentada y enriquecida con conocimientos técnicos y científicos que encaminen las acciones a tomar en la dirección correcta, y es ése precisamente el papel que debe cumplir la educación en todos los niveles, desde preescolar hasta la universidad, y aún más: abriendo posibilidades de formación a otros miembros de la comunidad, a fin de sembrar la conciencia ambientalista y el conocimiento en todos los ámbitos de la sociedad.
LQ